Respuesta a James Robinson
Robinson ha contestado a sus críticos. Aunque dice estar defendiendo su argumento original, se ha movido algo, aunque sin reconocer nada.
En su primer planteamiento, Robinson decía que había muchas sociedades exitosas que habían “dejado marchitar el problema agrario” sin resolverlo. Afirmaba que en Colombia “la ruta paramilitar” tuvo efectos positivos que habían hecho posible la paz, y que los colombianos deberíamos entender, como Vicente Castaño, que era necesario “usar a la élite” para pacificar el campo.
No creo estar deformando su posición (el lector en todo caso puede verificarlo aquí). Ahora, por el contrario, afirma que “en un universo paralelo” sería bueno tener una reforma agraria, pero que ella es imposible. El país se ha estrellado millones de veces intentando hacerla, sin éxito. Una mejor ruta es apostarle a la educación. Apoya sus afirmaciones en cinco puntos básicos: la experiencia internacional positiva de las reformas agrarias no es relevante para el debate, la reiteración de fracasos en la reforma obliga a buscar en otra parte, sus críticos están tras un Santo Grial y son víctimas de prejuicios, y el estado colombiano es débil. Considero cada punto por separado.
Robinson señala, con toda la razón, que Corea y Taiwán hoy son muy diferentes a Colombia; no se pueden aplicar mecánicamente aquí las fórmulas que resultaron exitosas allá. Es un avance notable para una persona que estaba pidiendo hace un par de semanas que aprendiéramos del fantástico ejemplo de las Islas Mauricio.
Pero creo que la forma en que Robinson valora la experiencia internacional es inapropiada. Es cierto que cada país es único e irrepetible. Por ejemplo, Filipinas, que sí se parece a Colombia según Robinson, tiene millones de diferencias con nosotros. Robinson no se da cuenta de que se le parece a Colombia precisamente porque fracasó en la implementación de una serie de políticas públicas (y acaso porque el ejemplo sirve a su argumento).
El análisis comparativo no se hace para buscar fórmulas mágicas sino mecanismos subyacentes a ciertos desenlaces. Por ejemplo, el Kuomingtang en Taiwán era un paradigma de política corrupta y clientelista, pero por circunstancias históricas excepcionales pudo implementar un conjunto de cambios interrelacionados que le permitieron el tránsito hacia un estado fuerte.
Ese tránsito no fue bonito ni muy agradable en todos sus detalles, pero se hizo. Robinson cae en un anacronismo. Corea del Sur y Taiwán en efecto no eran en muchos aspectos relevantes muy distinguibles de la Colombia en las décadas de 1940 y 1950; sólo lo son hoy. Y obviamente no faltó quien en ese tiempo y lugar afirmara muy seriamente que cualquier cambio era imposible. Muy razonablemente, coreanos y taiwaneses no les pararon bolas.
Afirma Robinson que “hasta donde llega mi conocimiento, esto [procesos como los de Corea y Taiwán] no ha sido investigado de manera adecuada”. Bueno, depende de lo que llame “adecuado”. Pero me parece que su conocimiento no llega demasiado lejos. Sobre Taiwán y las reformas agrarias hay ya trabajos que se consideran clásicos en la literatura sobre el desarrollo (el lector puede ir a Amazon y encontrar por ejemplo Wade Robert (2003): “Governing the Market: Economic Theory and the Role of Government in East Asian Industrialization”, Princeton University Press; o Michael Lipton (2009): “Land Reform in Developing Countries: Property Rights and Property Wrongs”, entre varios otros análisis de alta calidad).
Ciertamente, los éxitos de las reformas no se limitan a ese ámbito, y hay numerosos estudios excelentes sobre varios otros casos.
Como se vio arriba, la prueba reina de Robinson es que enfrentamos un problema agrario que no se puede resolver. Que el problema agrario colombiano sea severo, persistente y difícil de enfrentar es totalmente cierto. Pero me parece una muy mala recomendación de política pública afirmar que, como eso es así, hay que ignorarlo. Es todo lo contrario. Piense el lector en decenas de asuntos similares: por ejemplo, el racismo en Europa, o la exclusión de los negros en Estados Unidos. O en otras formas de exclusión y desigualdad social persistente. De hecho, la búsqueda de la paz en Colombia es otro ejemplo perfectamente análogo.
Hemos estado en guerra durante décadas. Dificilísimo de resolver. Se intentó decenas de veces, sin éxito. Afortunadamente, nadie creyó en serio que la salida era simplemente ignorar el problema. Y ahora estamos a las puertas de una solución –que, claro, se podría quemar como el proverbial pan en la puerta del horno. Lo cual simplemente querría decir que hay que volver a comenzar.
Todos estos son asuntos que han acompañado a los tomadores de decisiones durante décadas. Sabemos que en estos casos hallar buenas soluciones es técnicamente difícil, y que hay intereses políticos, también económicos, que dificultan su implementación incluso allí donde se puedan encontrar. Sin embargo, nadie renuncia a pensarlos ni a tratar de solucionarlos. ¿Y por qué deberían hacerlo? Son asuntos vitales, intelectualmente interesantes y que involucran a millones de personas.
Con un par de razones adicionales. Precisamente por lo que menciona Robinson –el país es cada vez más urbano, tenemos clase media, capital humano y más estado, y estamos pasando por nuestra propia situación extraordinaria– es posible que los cambios que no se pudieron obtener en el pasado sean alcanzables hoy. El único contra-argumento frente a esto es que las redistribuciones pasaron de moda (como sugiere Robinson, y otros analistas siguiéndolo a él). Esto simplemente no es verdad, como muestra la literatura relevante (basta con ojear el libro de Lipton.
Robinson se pregunta por qué cuando criticó la Tercera Vía de Santos nadie dijo ni mú, pero en cambio cuando atacó al “Santo Grial de la reforma agraria muchos se indignaron”. Bueno: algunas de las respuestas a Robinson estuvieron marcadas por la indignación, otras no. Dados los términos ambiguos de su planteamiento original, no tiene nada de extraordinario que haya habido algo de indignación. Robinson dijo creer que “como lo entendió Castaño, se debe usar a la élite para pacificar el campo”.
A mi me parece que la reacción a esto fue más bien moderada. Vaya Robinson a Israel y diga que “como entendió Rudolf Hoess, se necesita limitar el crecimiento poblacional”, y vea cómo lo reciben. La analogía funciona: Hoess y Castaño están en el mismo nivel de instintos asesinos, y sólo se diferencian en términos de capacidad. Sea como fuere, nuestro autor también aplica el mismo rasero paranoico cuando se refiere a la Ley de Víctimas. Allí afirma que fue hecha para que fracasara. Y las reformas agrarias, nos dijo en su anterior columna, eran un complot de las élites para tener mano de obra barata.
Esta sospecha alrededor de los motivos del adversario –es prisionero de prejuicios, está intentando hacer lo contrario de lo que dice– es una mala manera de plantear el debate, y además viola el principio básico de Occam. Es posible en efecto que todos los críticos de Robinson seamos obsesivos-compulsivos, y estemos atados exactamente a los mismos prejuicios. Pero es poco probable. De hecho, una evidencia en contra es que los partidarios de un cambio agrario tenemos muchas diferencias entre nosotros.
Es posible que los cientos de funcionarios que se revientan las espaldas todos los días para promover la restitución sean unos farsantes, y que los políticos que arriesgaron sus carreras para hacerla aprobar también lo sean; y que todos ellos estén coordinados entre sí. Una vez más, la probabilidad compuesta de que esto sea verdad es muy baja (estamos hablando de la multiplicación de muchos números que van entre cero y uno). Cierto: mayor que cero. Por eso cualquiera está en libertad de creerlo a pie juntillas. Pero por esta vía termina uno convencidísimo de que los Estados Unidos nunca llegaron a la Luna, sino que fue una invención de la CIA.
Es mejor siempre comenzar con hipótesis de trabajo no conspirativas, simples y robustas. Así se llega a puntos de partida más verosímiles y serios. Por ejemplo, la Tercera Vía de Santos era una consigna electoral no muy importante, que nadie se tomaba terriblemente a pecho. Ese tipo de cosas se plantean rutinariamente en las elecciones colombianas, y nunca generan grandes debates. Es natural, en cambio, que los conflictos agrarios, que tantos litros de sangre y tinta han hecho correr, despierten más interés, debates y pasiones.
Robinson utiliza un criterio extremadamente severo para evaluar las reformas pasadas y presentes. En cambio, su vara para juzgar los milagros y potencialidades de su propia posición son amplios y generosos.
Piense el lector en la Ley de Víctimas. La conozco bien, entre otras cosas porque he sido un duro crítico de sus resultados. Pero no se puede decir seriamente que fue hecha con la intención de fracasar. No me resulta sorpresivo que ese sea el tipo de afirmación que uno le puede oír a grupos que desestiman cualquier reforma que no sea el maravilloso cataclismo social que nos espera al final del camino. Tampoco es sorprendente que Robinson no presente una sola evidencia en apoyo de su afirmación.
Es que es paja. Cualquiera que haya estudiado el proceso que condujo a su aprobación sabe que hay mucha mejor evidencia a favor de la interpretación no conspirativa: la Ley de Víctimas tuvo un trámite turbulento y complicado, y se aprobó en medio de fuertes debates políticos. Había propuestas que hace apenas un par de años eran tabú (reconocer que un agente del estado era victimario) y que se sacaron adelante a través de un complejo proceso de negociación. Robinson podría leer con beneficio el recuento que hizo sobre el proceso Juan Fernando Cristo. Un texto escrito por un político práctico, con todo lo que ello implica, pero muy interesante. Fue difícil lograr la aprobación de la ley. Por tanto, es natural que sea limitada. Pero como algunas de las restricciones que estaban entonces se han relajado (en parte por efecto de la aprobación misma), es posible que se pueda hacer algo más. Sólo posible: pero con eso me basta.
En cambio Robinson reivindica, medio en broma medio en serio, el milagroso poder predictivo de un colega suyo, que sabía desde siempre que la reforma fracasaría. Cada vez que una religión exhibe sus milagros, es mejor mirarlos con lupa. ¿Serán genuinos, o más bien un espejismo? Robinson cuenta que alguien, alguna vez, le dijo que la cosa no tendría éxito. No muy espectacular, ni muy interesante.
La capacidad predictiva de un agente se debe medir contra un caso base. Por ejemplo, si uno acierta diciendo que de 100 lanzamientos de moneda, entre 45 y 55 saldrán sello, nadie se sentirá muy impresionado. Lo raro sería lo contrario. Apostarle al fracaso de las políticas públicas en Colombia es fácil. No se necesita ser académico, o arúspice, para ganar el 80% o más de las veces. Y uno querría saber quién dijo qué, cuándo, y en qué términos.
El anunciado milagro de esta predicción ex post no está por encima de las vaguedades que dictó la Virgen de Fátima a los pastorcitos, o Nostradamus a sus acuciosos intérpretes. Pero todo esto me lleva a la última sección.
La predicción del fracaso de las políticas públicas es tan fácil porque el estado colombiano es débil, y la política clientelista fuerte. Robinson tiene razón en esto. Pero al decir que por ello se debe promover la educación, y no alguna clase de redistribución en el campo, se enfrenta a tres dificultades.
Primero, no se ve claro por qué hay que escoger entre la una y la otra. Promover la educación es extraordinariamente importante. Sergio Fajardo es un gobernante ejemplar, y le ha ido muy bien. Pero por supuesto la educación no es una herramienta que sirva para resolver todos los problemas sociales. Antioquia, la más educada, sigue siendo el departamento más violento del país.
Las políticas públicas responden a desafíos generales, pero también a otros específicos. Aquí estamos frente a uno específico: ¿Cómo responder al despojo y desplazamiento masivos de campesinos en estas últimas décadas? Yo soy tan partidario como Robinson de desarrollar políticas educativas vigorosas, ¿pero de dónde saca que ellas son sustituto de las agrarias?
Segundo, la educación se enfrenta a las mismas dificultades que cualquier otra política que quiera adelantar un estado débil. Mauricio García ha hecho estudios cuidadosos sobre lo que él llama “gueto educativo” en Colombia. Impulsar el acceso de los pobres a la educación implica cobrar más impuestos, generar bienes públicos, etc., cosas que son difíciles de hacer en Colombia. Y en otras partes.
El ejemplo un poco auto-satisfecho que presenta Robinson de sí mismo –de británico pobre a profesor de Harvard– no es particularmente convincente. ¿Nada mal?, se pregunta retóricamente. No: nada mal. Pero el hecho de que la familia Robinson haya podido ascender no tiene ningún significado particular. Podría haber sido particularmente inteligente, o suertuda, o ambas.
Presentar este ejemplo como gran evidencia es de hecho lo que se llama una robinsonada (inspirándose en el famosa novela Robinson Crusoe): la idea de que el mérito y el esfuerzo individuales pueden reemplazar a las políticas públicas y las reformas sociales. Y de que el hecho de que alguien pueda ascender significa que todos puedan hacerlo. Si algo dice la historia de muchos países es que los debates alrededor de las políticas públicas que permiten la movilidad social ascendente generalmente son muy duros.
Por ejemplo, esta se ha restringido en muchos países de la OECD, según numerosos estudios. A propósito: Colombia no es una excepción. Durante la República Liberal, los conservadores reaccionaron con mucha más rabia a las reformas educativas que a la ley de tierras. No: no es razón para dejar de intentarlo. Pero sí para entender que esto es mucho más complicado que lograr que alguien inteligente llegue a la meta.
Tercero, y lo más significativo, la debilidad del estado colombiano está íntimamente relacionada con sus estructuras agrarias (en jerga: el argumento de Robinson sufre de una endogeneidad bastante obvia). Hay al respecto una evidencia abrumadora. La ruta paramilitar, que hace un par de semanas le parecía tan interesante a Robinson, es un ejemplo paradigmático de ello.
Para dejar de ser tan débil, el estado necesita cambiar. Todos los países que lograron hacerlo comenzaron como estados muy débiles, pero a medida que consiguieron objetivos parciales se fueron fortaleciendo. La propuesta de Sergio Jaramillo de paz territorial, que es bastante específica, podría ser un buen camino a medida que se llena de contenido.
En síntesis: la idea de Robinson de que necesitamos sólo educación y no políticas agrarias se base en tres nociones problemáticas. Primero, que la educación es sustituto de cualquier otra política pública; segundo, que la movilidad social ascendente de unos es un buen ejemplo de un resultado agregado (falacia de composición); tercero, ignora que hay una fuerte relación entre debilidad estatal y estructuras agrarias (el problema de la endogeneidad).
Robinson mismo admite que ha habido algunos logros positivos en políticas agrarias (se le escapan otros ejemplos obvios, como las redistribuciones asociadas a la Constitución de 1991).
¿Es poco? Sí. De lo contrario, no estaríamos en este debate. Y es claro que el éxito no está garantizado (como tampoco en la paz, en la educación, en la modernización, etc.). El desafío final que Robinson ofrece es extraño. Porque él dice que ha hecho propuestas, y pregunta al resto “¿qué proponen ustedes?”. Pero en realidad sus propuestas carecen completamente de especificidad.
Ha dicho educación: no más, no menos. Los que proponen cambios en el mundo agrario de hecho han sido mucho más específicos, y como lo muestran los desenlaces de estos años han podido ir abriendo paulatinamente la ventana de oportunidad. La fracasomanía de Robinson es enfática, pero no particularmente convincente. Tal vez sea eso, y no una sucesión de conspiraciones, lo que haya generado la respuesta crítica a sus columnas.
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